Por Vicente Barbieri
Adolfo Duini lleva una vida ordenada, prudente, sencilla, monótona, que se despliega casi exclusivamente en su casa, en la oficina donde trabaja, en un bar de barrio. Respecto de las personas que se mueven en esos ámbitos —y esto incluye a su esposa— tiene opiniones, pero no afectos. Sus únicas escapadas, sus únicas aventuras por territorios inciertos, geográficos pero también espirituales, las hace de la mano de su amigo Víctor B., el único con el que parece mantener algún tipo de vínculo personal. Sin embargo, en la ordenada vida de Adolfo hay cuentas no saldadas, traiciones, cobardías y canalladas que rebullen en su interior apenas contenidas hasta que un detonante fortuito hace saltar la tapa de la olla. “Lo que ocurre es que uno a veces no se manifiesta tal como es”, reconoce.
Esta novela es el relato en primera persona que el protagonista ofrece de su propia vida, una confesión que despliega primero con dificultad y reiterados desvíos, pero que luego, a medida que va concibiendo un desenlace, se vuelve más clara y ordenada. Así como reconoce el progreso de su escritura, y se felicita por ello, Adolfo nunca cierra en su narración la distancia emocional que lo separa de los sucesos que refiere, por atroces o condenables que resulten. Cuando cree llegado el momento de resolver ese conflicto insoportable, se enmascara con un traje de fantasía, como si fuera otro el que actúa, y no él mismo.
Vicente Barbieri (1903-1956) es uno de los mayores poetas argentinos del siglo XX. Su producción se reparte en una docena de títulos, entre ellos La balada del río Salado (1941), incluido en el catálogo de IN OCTAVO. También publicó cuentos y tres novelas, más próximos al lenguaje lírico que a las exigencias de la narrativa. El intruso, escrita en 1954 y aparecida póstumamente en 1957, lo muestra incursionando en la exploración psicológica, y valiéndose de un lenguaje que sazona el realismo costumbrista con imágenes y situaciones cercanos al modernismo. Referencias a la cultura popular —la canción Dominó (1951), interpretada por Doris Day, la película A la hora señalada (1952), con Gary Cooper— sitúan precisamente en el tiempo los sucesos relatados. El autor se incluye de algún modo en el relato al compartir iniciales con Víctor B., el amigo que se despide de Adolfo diciendo “Presiento que mi soledad comienza a hacerse completa, o que, por lo menos, tendré que reorganizar mi vida.”
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